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A Juan Miranda, segoviano residente en Valladolid, lo llamó un policía amigo hace siete años para contarle que a su hija, una adolescente de buenas notas, se le relacionaba con 11 atracos, casi siempre como cómplice, junto a otros dos jóvenes. Y ahí su mundo se derrumbó. “De la noche a la mañana” se dio cuenta de que iba a perderla. Ella dejó los estudios por los bajos fondos en una carrera continua hacia la próxima dosis: cocaína, heroína, “lo que encuentre”. Desde entonces, en su casa, rota por una separación matrimonial, hubo de todo: huidas y regresos de la joven, que incluso protagonizó un episodio de malos tratos cuando amenazó a su padre con un cuchillo.
Sus salidas casi siempre hacia barriadas o zonas de menudeo eran vigiladas por su padre, que en estos últimos siete años se enfrentó a narcotraficantes, toxicómanos y policías para sacarla del infierno.
“No podía quedarme en casa parado, viendo cómo se iba matando poco a poco. O amenazaba a los narcos o me hacía amigo de ellos”, asegura ahora con la mirada perdida en la cafetería donde relata su historia de manera atropellada, sin orden cronológico. Sus manos no paran de moverse.
Miranda durmió en su furgoneta muchas veces. Y siguió los pasos de su hija hasta el barrio de Buenos Aires, en Salamanca. En una ocasión la localizó tumbada en un cuarto de calderas de uno de los edificios de esa zona salmantina. La intentó sacar de allí y la respuesta fue una denuncia por acoso. Después viajó a Oporto, cerca de la catedral, cuando supo por otros toxicómanos que coqueteaba con un drogadicto portugués. Todo para intentar que regresase a casa o ingresase en un centro.
“Estaba en los huesos. Le compré ropa, pero no quería venir conmigo. Allí estuve dos meses, intentando verla todos los días, tratando de convencerla”. Hasta que por fin lo consiguió. Un triunfo que duró escasas semanas.
La joven, que ahora tiene 25 años, pronto volvió a las andadas, de nuevo en el barrio de Buenos Aires, una zona de bloques donde conviven pequeños narcotraficantes y familias humildes que vieron allí durante la década de los ochenta un lugar asequible donde vivir.
Y, desde entonces, durante cerca de dos meses, Miranda ha hecho guardia casi todos los días a la entrada de la barrida. Apostado en su coche. Sentado. De pie. Casi todos los vecinos sabían de su lucha. Hasta que por fin consiguió lo que buscaba. Encontró a su “niña”. Logró hablar con ella, recibir un abrazo, un beso. Y una promesa: la de regresar a casa. Tras años de pelea, Miranda, un hombre de mediana altura, sin pelo, escuchó las palabras que llevaba años esperando: “Quiero salir de la droga”.
Ahora, por fin está ingresada en un centro de rehabilitación. Busca un lugar más consistente para dejar atrás las drogas. Pero el primer paso ya lo dio: desea abandonar “esta vida” para “ser la de antes”. E incluso se prepara para volver a estudiar.